Para “no ser conducidos”, despedida a Concha Velasco
Por Mónica Bar Cendón
Se marchó Concha Velasco.
Piensas que determinados personajes van a durar para
siempre, o lo que es lo mismo, que van a durar toda nuestra vida, lo piensas
egoístamente, porque se te hace indispensable su referencia. Pero no es así, incluso
nos abandonan algún tiempo antes de dejar la vida.
Hace un par de días falleció Concha Velasco,
pero en realidad ya nos dejó hace dos años, en el escenario, con la obra que su
hijo Manuel escribió especialmente para ella, La habitación de María. Se
despedía después de su última función, a los 81, al límite de sus fuerzas.
Que Concha forma parte de nuestro
imaginario colectivo puede ser un tópico, pero es así para la población de más de 50 años. Es probable que más del 80 por ciento de su vida la haya pasado creando,
ejecutando o presentándonos su siguiente personaje. Toda su vida estaba abocada
a ser actriz, su vida era el teatro, y cuando tu mente te dificulta subirte a un
escenario es mejor marcharse.
Pero una se pregunta qué precio se paga, qué precio pagó Concha por vivir como una artista durante toda su vida. Una se forja una idea de un personaje y cree que la vida personal no cuenta. La gente de a pie se enteró, con su fallecimiento, de que tenía hijos y que la querían, y ella a ellos.
Guardó silencio sobre los vaivenes de su vida íntima hasta los últimos
tiempos, cuando reveló que sufrió abandonos e infidelidades, ruinas,
depresión...
La vida de la actriz transcurre al margen del mundo de
nuestros sueños y deseos.
Me quedo con la vida transcendente de Concha Velasco,
deslumbrante, incansable y camaleónica. Capaz de acomodarse a cualquier medio,
a cualquier palo: del Estudio 1 a los varietés, de los varietés a la comedia,
de la comedia al drama, con personajes tan complejos como Teresa de Jesús.
Bordaba cualquier reto interpretativo que se
propusiera, con esa capacidad de deglutir los personajes que asomaban de dentro
a fuera, ardientes, reales hasta la médula.
Qué deliciosa mentira, tan creíble, impregnaba todo lo
que tocaba.
Nada se le resistía a Concha Velasco, que deambuló en
ambientes sociales variopintos. Cómo saltó por encima de la caspa franquista
hasta el teatro social y reivindicativo. Cómo mantener su figura ajena al
tumulto sin vender su alma al diablo. Cómo flotaba Concha Velasco y brillaba
con su mirada, con su sonrisa impecable y su (aparente) perpetua felicidad.
Tuve ocasión de saludarla, a la salida del Teatro Príncipe,
ahora sede del Teatro Clásico. Acababa de verla en Yo me bajo en la próxima ¿y
usted?, con Adolfo Marsillach, después de que lo dejase Sacristán. Una
comedia divertidísima, en la que demostraba su capacidad de transformación
automática en personajes de todas las edades y condición; una delicia.
Allí pude entender la felicidad que desprendía; era
feliz jugando a ser cualquiera, como una niña imaginando seres imaginarios,
todos dentro de ella misma. Sensacional. Una privilegiada, dedicarse a lo que
realmente amaba y ser recompensada con aplausos y trabajo.
Formó parte de esa generación de actrices de
la alta comedia española: Lola Herrera, Nuria Espert, Amparo Rivelles, Julieta
Serrano, Lola Cardona, entre las más aclamadas --algunas todavía en activo, -- autodidactas,
devoradoras del escenario (en el caso de Concha, también de la cámara) que nos
han dejado personajes e interpretaciones imposibles de olvidar.
Estoy segura de que hubiera sido una gran maestra de
actrices y actores; pero hacer de su sueño un continuo vital, no le dejó tiempo
para más.
Ojalá los estudios de actuación inteligente (ai) sean
capaces de descifrar la esencia de este arte escénico; y sí, me adhiero al criterio
popular, “Concha Velasco era única”.
Qué bonitas sus últimas palabras tomadas de Teresa de
Jesús, desde el Teatro Bretón de los Herreros, para estos tiempos de
manipulación y superficialidad: “leed y conduciréis, no leáis y seréis
conducidos”. Hasta siempre, Concha.
3/XII/23
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