Cánones de belleza y amor
Me querrás mañana
(cuando esté gorda) Sobre cánones de belleza y amor
Una de esas preciosas baladas de Carol King, “Will you still love me tomorrow”, me ha llevado a pensar en el imaginario del amor romántico, en cómo ha configurado nuestra personalidad a la medida de unos cánones estéticos y de comportamiento preconcebidos. La mujer amada debe ser bella, delgada, sin granos, ni juanetes, a ser posible de cabellos dorados. Las morenas, por el contrario, tienen fama de malvadas; acuérdense de Mogambo. Ser amada se revela como el motivo de existencia de las mujeres, la razón, su objetivo final reside en “ser para el otro”. Eso además de una falacia, establece una barrera indecente de prejuicios físicos e intelectuales que perpetúan la desigualdad, un desafío que las mujeres cada vez más se han propuesto superar.
Hoy me centraré en uno de esos
prejuicios estéticos, el peso, la gordura (no entro a valorar su peligro para
la salud) como argumento discriminatorio, que convierte en un calvario las
vidas de las personas, en especial, de las niñas y mujeres gordas. Esta semana
de comienzos de septiembre, se hacía viral el caso de un niño, el día que
cumplía exactamente once años. El niño llevó una tarta de cumpleaños para
invitar sus colegas, niños y niñas, y en lugar de cantarle el himno clásico de
celebración, le agasajaron con una letra humillante llena de chanzas,
improperios e insultos del tipo: gordo, foca, sólo en referencia a una opinión
acerca de su aspecto físico. Su hermano mayor recogió en un video la escena de
la vejación para dejar constancia de ella y, por fortuna, se produjo el efecto
bumerang. El niño, fue consolado a través de las RRSS por figuras famosas que
le felicitaron y al menos le habrán mitigado el primer disgusto. Dígase con
todas las letras y que se entienda, el bullying, es un ataque retorcido y
cobarde en el ámbito escolar, que incita a las víctimas a reacciones
imprevisibles, como traumas de por vida e incluso el suicidio. No es para tomárselo
a la ligera. Esta tarde apoyaba, con mi firma, una carta de un padre, destrozado
por el suicidio de su hija de 15 años, dirigida al Ministerio de Educación
español para que tomase medidas urgentemente para evitar estos lamentables
sucesos de terribles consecuencias. De esta carta extraigo el texto que sigue:
Solo en el año 2020 se suicidaron en España 61 menores de
edad. Y está comprobado que los niños y niñas que son víctimas de bullying
tienen 2,55 veces más riesgo de intentar suicidarse que los demás.
¿Es un botón de muestra de unos niños malos? La infancia no
es una época de inocencia y santidad, precisamente, pero habría que regresar a
las raíces para analizar en qué ha fallado el sistema social-familiar-educativo
que propicia esta tiranía contra el ser diferente, el bicho raro, o el que no
cumple con los cánones o simplemente es un ser sensible o vulnerable. Este
suceso del niño ha venido a colación porque es extrapolable al mundo adulto. Y
concretamente a los modelos estéticos que sin duda aceptamos para no salirnos
del carril de lo “atractivo o deseable”.
Aunque pensemos que esto es el pasado y que la mujer ya
decide por sí sola, las encuestas de autoafirmación de las jóvenes y su
dependencia de los chicos, no plantea un panorama muy prometedor en cuanto a la
evolución social. Todavía no se ha levantado el poso educacional de la sumisión
al patrón masculino, el único vigente, del valor de la estética por encima de
cualquier rasgo intelectual. Así pues, lo que puede ser un ingrediente más de nuestros
componentes personales, se convierte en un fin en sí mismo. Como si estuviese
marcado en nuestro ADN, las mujeres aceptamos que somos criaturas cuyo valor
primordial es la estética. Hemos sido creadas para la seducción y para captar
la atención del otro sexo, como en los documentales de zoología de La2. Aunque,
a diferencia de la especie humana, en muchas especies animales es el macho el
que despliega las plumas o muestra su morro rojo fosforito para captar y
seducir a la hembra, que es la que tendrá que decidir con quién se aparea.
El canon estético
Algún paso habrá avanzado este sapiens en lo que se refiere a construcciones culturales. Nadie osa
fijar con precisión el momento en el que las mujeres comenzaron a considerarse
seres inferiores. Pero no sorprende que, de la noche a la mañana, aunque hayan
pasado tres siglos desde las grandes pensadoras de la revolución ilustrada, que
cuestionaron la desigualdad entre hombres y mujeres, Olympe de Gouges o Mary
Wollstonecraft, por citar algún nombre, se haya podido superar el tortuoso
camino de dictaduras estéticas por las que debimos pasar. No teman que no voy a
elegir más que algunos pocos modelos de muestra. Si nos ponemos a repasar las
imposiciones sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra mente, de las que hemos sido
víctimas, y también cómplices, creo que realmente no hemos decidido, sobre casi
nada. Un ser sin derechos no puede elegir, ya lo dijo Aristóteles que la mujer
aún estaba en un nivel más bajo que el esclavo. Somos espectadoras de una
construcción estética totalmente ajena a nosotras, que adquirimos en nuestra
formación.
Cuando era niña se llevaban las flaquitas. Yo
era bien torneada y de muslos contundentes (y lo sigo siendo) pero también
largos, por ahí me salvaba. Pero no entraba en el canon de aquella Popotitos a la que cantaba mi madre,
“sus piernas son como un par de palillitos, Popotitos
no es un primor, pero baila que da pavor”. Así que también fui objeto de burlas
en el colegio, estricto y religioso, en que recibí mis primeras dosis de sumisión.
Nos poníamos a jugar en el patio a saltar a la cuerda, que me encantaba, y me
levantaban la cuerda en el cocherito leré, leré, y cataplum, conseguían que me
estampara contra el suelo. Mis rodillas guardan todavía alguna cicatriz de mis
colegiales tiempos. En aquel momento no sabíamos nada del bullying de marras,
pero sí oí a las profesoras decir que esta niña es una “rebelde”. Nos forjamos
a golpes y torturas psicológicas. Pero sobrevivimos.
No siempre estuvo de moda Popotitos. Las diferentes culturas adaptaron el ideario de mujer a
sus necesidades productivas (y reproductivas). Antes de las imágenes digitales
eran los artistas analógicos, los brujos de las tribus que moldeaban iconos de
barro. Fíjense en los primeros modelos de imágenes femeninas, desde la Venus de
Willendorf (de hace unos 27000 años) hasta las musas del Renacimiento, la Venus
de Botticelli, o las rellenitas ninfas barrocas de Rubens, sin olvidar el
modelo universal, al menos de medio occidente, la Venus de Milo, nuestro cuerpo
ha representado el sueño del artista o del poeta, y lo ha convertido en canon.
Con nuestros tiempos y las culturas de masas, estos modelos nos han penetrado y
homogeneizando más y más. En la época contemporánea, desde mediados del siglo XX
hasta el nuestro, nos han puesto la talla los modistos, los publicistas y los
cineastas masculinos. Las mujeres, que nuestros filósofos llevaron a menor
categoría que el esclavo, somos dúctiles, moldeables a los tiempos, como si la
“cosa” no fuese con nosotras.
El cuerpo femenino se ha ido representando y asimilando
desde las culturas tribales al universo de la emoción, la materia, la tierra,
la luna, agua; mientras que el hombre es logos, mente, espíritu, fuego, sol. Se
debate sobre las mujeres “tienen” alma, al menos desde Concilio de Mâcon, en el
siglo VI. Pero nuestra impureza nos impide
consagrar la misa, y obliga a los curas de la iglesia católica a guardar el
celibato. Nuestro pelo sigue siendo origen de tentaciones. Eso sí, mientras no
se demuestre lo contrario, y los laboratorios no lancen los úteros portátiles,
la mujer es dueña del lugar de fecundación del ser humano.
Si entendemos que el valor histórico de la mujer ha sido, no
su mente, sino su materia: sus formas también lo serán. Desde nuestra infancia
aprendemos, y somos fieles al legado de nuestros padres, pero, cada vez más, tanto
niñas como niños asimilan el legado de las redes sociales, que en algunos casos
son edificantes y útiles, y tantas otras son armas de destrucción masiva. La
privacidad se va diluyendo y lo que, en mi infancia, y la de muchas de ustedes
era privado, ahora trasciende al ámbito personal, el acoso se reproduce hasta
las antípodas, por lo que el dolor se multiplica para las víctimas, como hemos
podido corroborar.
Hubo una época en que por las pasarelas se deslizaban
modelos huesudas flacas y sin formas, prácticamente andróginas. Lo mismo
ocurría en los anuncios de colonias con figuras cadavéricas, de grandes ojeras
y rímel corrido, a punto de contraer la tuberculosis.
Fíjense qué contradictorio, estas mujeres repelían el ideal
de mujer sensual, erótica y sexualmente atractiva, pero era el prototipo de
hembra que nos imponían y al que fielmente debíamos parecernos: era el canon
estético. No obstante, la persecución de este ideal prefabricado desde la mente
masculina, ese modelo de mujer escuchimizada generó una oleada de muertes de
niñas y adolescentes que, fielmente, dejaron de comer para parecerse a ese
modelo. Asomó, o al menos se le puso nombre, a una enfermedad psico-somática de
grave diagnóstico y curación: la #anorexia.
Una enfermedad de países ricos, la anorexia. En los países
desarrollados las chicas se mueren por rechazar la comida, y en los
subdesarrollados se mueren por su carencia.
Pero el complot parecía muy bien orquestado por todos los
frentes en contra de las mujeres “normales”, o más desarrolladas, porque las
tallas de la ropa, en los comercios, se redujeron hasta tal punto que no sabías
si estabas en la sección infantil o te habías vuelto una foca en muy poco
tiempo.
A esta aberración siguieron las muertes de anorexia, el
problema estaba y aún sigue afectando a niñas en edad de desarrollo. Alguna
modelo, víctima de la enfermedad (que se la llevó por delante) emprendió una
campaña de seria advertencia ante el riesgo que suponía la anorexia, para que
las familias y las autoridades sanitarias tomaran cartas en el asunto. La
modelo fallecería, pero su llamada de atención no fue en vano.
Llovieron denuncias contra las marcas y las pasarelas, y se
firmó un acuerdo tácito entre las grandes firmas de ropa para impedir que
modelos inferiores a la talla mediana 38-40, pudieran subir a las pasarelas. Se
volvió a apostar por ver a mujeres sanas desfilando y no a #novias-cadáver.
¿Me querrá gorda?
Debo reconocerlo, yo también piqué. Por fortuna tenía una
madre que vigilaba mi alimentación y no me permitía levantarme sin acabar la
comida del plato, así que me buscaba estrategias para esconderla y otras
maniobras alternativas. Por aquel entonces, recibí una publicidad de unas
cremas mágicas de “adelgazamiento sin esfuerzo”. Estaba tan convencida que ni
siquiera me hizo desconfiar aquel “sin esfuerzo”. Se podía pagar a plazos así
que me suscribí. La marca, cuyo nombre no recuerdo, te mandaba unos botecitos
rellenos de un producto verdoso que olían muy bien, y que se extendía
mocosamente por la piel, como el aloe vera natural. Eso sí, para obrar el
milagro, se necesitaba la sugestión, así que a los botecitos acompañaba una
foto de una chica esbelta, de torso plano y miembros escurridos. Ahora que lo
pienso, bastante andrógina, de Photoshop, si no fuera porque en aquel tiempo no
existía el programa. Continúo: para que obrase el milagro había que mirar la
foto de la modelo, fijamente, durante unos cinco minutos y después, con los ojos
cerrados, imaginártela en el espacio, y repetirte mentalmente: voy a ponerme
delgada y esbelta, voy a ponerme como Matilde (había que ponerle nombre para
aumentar el poder de la autotransformación) y así durante diez o quince
minutos, todas las noches, hasta que se consumieran los botecitos. Ni que decir
tiene que las cremitas fueron un timo.
El cuerpo como premio
Hace unos años escribí un artículo denunciando los concursos
de belleza. Esos en los que las mujeres se exhibían en traje de baño con una
bandita ridícula, Miss Cartagena, Miss Granollers, Miss Tui, que sé yo. Con mis
buenas intenciones les alertaba de que somos un conjunto de mente cuerpo y que
ese tipo de concursos estaban organizados por misóginos con unos fines, más de
explotación que de competición por una cara o unas medidas perfectas, algo ya
de por sí discriminatorio. En lugar de agradecer mi buena fe, me achicharraron
con cartas al director, en el periódico donde había escrito mi artículo. Las
chicas estaban ofendidísimas, porque ellas no se consideraban mujeres objeto;
que nadie las manipulaba y que si estaban ahí era porque querían.
Fue el siglo pasado, hahaha, bastante antes del #metoo, en
el que se rebelaron las actrices de Hollywood contra los abusos de los
productores. El #metoo marcó un hito para la dignidad de las actrices y para el
conjunto de las mujeres.
Hoy escuché hablar en las noticias de otro síndrome
alimentario: la #ortorexia, del mismo género que la privación de alimentos,
pero, en este caso, la dieta con dieta verde de frutas y verduras, definida por
una obsesión patológica e irracional por comer sano y de calidad. Un suicidio
más discreto porque las víctimas del síndrome alimentario reconocían que sus
amigas y familiares las veían comer, eso sí, sólo hierba.
Un complot que enloquece y que sigue esclavizando a muchas
adolescentes y jóvenes. Un ideal de belleza enfermizo y absurdo, pues nadie más
que una misma debe poner el listón de la belleza. Somos bellas en la medida que
nos aceptemos y vivamos nuestra unicidad, de cuerpo y mente, sin complejos. Las
mujeres perfectas sólo existen en las películas de ciencia ficción. No está
demostrado que las personas flacas tengan más éxito, ni más atractivo. No está
demostrado que las flacas tengan mejor salud ni gestionen mejor la vida amorosa
que las demás; es un tabú que se debe vencer porque en él nos va la salud, la
felicidad y el amor propio.
Salgamos de esta diabólica aniquilación “por compresión”, de
esas tallas raquíticas en las que nos quieren meter a las mujeres. La última,
es tomarnos por tontas, han alterado las tallas y así por golpe de magia, han
bajado una talla. Yo que toda la vida era de la 40, y ahora me la han cambiado a
la 38; ¿para que nos convenzamos de estar más delgadas?
Yo creo que acabar con estos tremendos prejuicios es muy
importante para sentirse feliz y la felicidad es algo muy importante y, desde
luego, la felicidad nos hace ver con más claridad las cosas que nos atrapan, el
amor sano y equilibrado. Y si alguien te quiere por tu talla, mala cosa: si
tienes que preguntarle a alguien, en referencia a tu tipo o a tus arrugas ¿“Will
still love me tomorrow”?, opino que está de más en tu vida.
PS.- Cuesta creerlo, pero hace pocos días pasaba por una
calle y me sorprendió un cartel pegado en una pared. Un concurso de belleza,
para mujeres de 20, 30 40 y 50 años. La historia continúa.
Artículo sobre la película de Mónica Bar en:
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3897657
Por Moka B.Cendón
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