El ritual del tiempo

 

Durante mi niñez comencé a tener la noción del tiempo en la consulta de mi abuelo gracias a un reloj de arena que, cuando le daba la vuelta, dejaba caer sus granitos rosados en el vaso inferior. 

Por aquel entonces, estoy segura, empezarían mis primeros amagos de ansiedad: deseaba con fruición que cayera todo el contenido al tubito de abajo, proceso que duraba sólo tres minutos que se me hacían eternos. Como me ponía nerviosa, hacía una cuenta paralela, cada vez más rápida, minuto a minuto, a razón de 60 latidos cada uno. Pero nunca coincidía con la medición del reloj de arena. 

Cuando estaba más sosegada fijaba únicamente mi atención sobre aquél, y temía que las arenitas rosadas, de un momento a otro, se apelmazaran y no llegaran a tiempo de completarse esos tres minutos; por lo que las leyes de la física se vendrían abajo y perdería la ocasión de creer en el más firme y sencillo ritual del tiempo, el reloj de arena de mi abuelo. 

En aquel momento no pude comprobar la exactitud del reloj porque no tenía otra referencia que no fuese la de los latidos del corazón. Pero ahora lo sé, estoy segura de que era exacto, en medio siglo, los tres minutos sólo se han prolongado un par de segundos. 

Todo correcto, sólo que ahora el tiempo se me escapa como polvo entre los dedos; pero la física, al menos, no estaba equivocada; eso creo.  

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